[31-3-15] Cuál será el lugar de Raúl Alfonsín en la historia argentina? Los balances nunca son definitivos. Quien se entusiasmó con la Revolución Francesa en 1789 seguramente tuvo miradas diferentes durante el período jacobino, o cuando Napoleón se coronó emperador en 1804, o cuando se restauró la monarquía en 1815. Aún hoy los franceses discuten sobre su revolución. Así ocurre con Raúl Alfonsín, que entusiasmó en 1983, fue cuestionado en 1989, duramente atacado en 1994, parcialmente rehabilitado en 2002 y recuperado al fallecer, en 2009. Hoy su figura está en alza, pero el balance final es una incógnita. No depende de lo que él hizo, sino de lo que hagamos quienes vivimos hoy, y del futuro que construyamos.

Fue 1983 su momento culminante. Alfonsín fue el protagonista de una verdadera invención: la democracia republicana fundada en el Estado de Derecho. Toda nuestra historia democrática anterior correspondía a otra idea democrática, poco republicana, basada en la unanimidad del pueblo y de la Nación y expresada en un líder. Con Alfonsín, muchos creímos que se estaba dando vuelta una página.

La nueva democracia se apoyaba principalmente en una ilusión, que fue su fuerza y su debilidad. Sin ese impulso cívico, nada habría sido posible. Pero transformada en una panacea, colocó en situación difícil a un gobierno al que se le reclamó lo prometido y mucho más. Alfonsín reconoció luego esos límites: "Hay muchísimas cosas que no supimos, no quisimos o no pudimos hacer". Pero muchos no le perdonaron esa desilusión.

La gestión de gobierno hizo evidentes los problemas que la ilusión había disimulado, como la deuda externa o el bloqueo por parte de los actores corporativos, como las Fuerzas Armadas, las primeras en desnudar los límites del gobierno civil. Hubo errores tácticos, como el enfrentamiento temprano con la CGT, y otros de diagnóstico, como la postergación de la reforma del Estado.

Todo esto es cierto. A la vez, no debe ser decisivo en el balance de un gobierno que honró su compromiso electoral fundamental: restablecer el Estado de Derecho y enjuiciar, con la ley en la mano, a los responsables del terrorismo de Estado. El Juicio a las Juntas fue el jalón fundamental de una larga historia que todavía no ha terminado de resolverse. A la distancia, creo que hubo sabiduría política y responsabilidad en su propuesta de acotar los juicios a los responsables principales y concluirlos de manera rápida y categórica. Ésa había sido la intención de la ley de obediencia debida, pero el proceso de su sanción la convirtió en un triunfo de los militares, que exacerbó al sector radicalizado de los derechos humanos. En la memoria colectiva, el juicio de 1985 ocupa injustamente un lugar menor al lado de las leyes de 1987. Desde ese año, la desilusión fue tan fuerte como la ilusión inicial.

En 1989 se sumó la hiperinflación, y el balance que la sociedad hizo al fin de su gobierno no fue bueno. No sólo por lo hecho, sino porque el marco, el ideal de lo que debía ser la política y el gobierno estaba cambiando, y siguió cambiando cada vez más profundamente en las décadas siguientes. Con Carlos Menem reapareció una forma muy tradicional de entender la política, y la democracia institucional comenzó a parecerse a la antigua democracia de líder. Hoy muchos piensan que ésta es la mejor manera de gobernar. Ciertamente no es el camino que Alfonsín abrió en 1983.

Otro cambio erosionó ese proyecto. La política de derechos humanos, fundada en el Estado de Derecho y la condena de todas las formas de la violencia, fue desplazada gradualmente por otra que por pasos sucesivos reivindicó a los grupos armados y transformó el ideal de justicia en desquite o venganza. Así se abandonó el camino de la ley y resurgió la cultura política facciosa. Tampoco fue éste el camino elegido por Alfonsín en 1983.

Un momento importante de este giro fue la reforma constitucional de 1994, que autorizó la reelección presidencial, y previamente el Pacto de Olivos, que Alfonsín acordó con Menem. Éste es uno de los puntos más discutidos de su trayectoria, y es necesario examinarlo en su contexto. Cuando un político toma una decisión, afronta incógnitas y no conoce las consecuencias. Quienes lo juzgan tienen la ventaja de conocer el final, aunque conviene recordar que todo final también es provisorio. No sé si Alfonsín acertó o se equivocó con el Pacto de Olivos, pero entiendo su explicación: creía que la República estaba en riesgo, que existía la posibilidad de un golpe de Estado presidencial. ¿Era esto posible en 1994? Alfonsín creyó que sí. Hoy en general se cree que no. Pero ¿quién puede saberlo?

Se ha discutido también el método que eligió cuando decidió defender la República. Convencido de su idea, no la discutió con su partido. Es razonable que muchos se molestaran, pero en verdad la discusión abierta y pública no suele ser el contexto adecuado para este tipo de acuerdos. Así ocurrió con los pactos de reconstrucción, al fin del la Segunda Guerra Mundial o del franquismo, cuando un conjunto reducido de dirigentes se hizo responsable de un acuerdo que todavía la sociedad no había convalidado.

En Olivos, Alfonsín canjeó la habilitación de la reelección por una serie de reformas que mejorarían la institucionalidad, como el Consejo de la Magistratura o la autonomía de la ciudad de Buenos Aires. Salvo en el caso de Menem, la reforma constitucional sólo amplió el lapso presidencial de seis a ocho años, con una ratificación en el medio. Nada muy dramático, excepto para quienes esperaban desembarazarse rápidamente de Menem. Si las otras reformas se hubieran instrumentado, el canje habría resultado a la postre aceptable. Pero en la Argentina se profundizaba el retorno a una cultura política unanimista y facciosa. Las reformas no alcanzaron para detener la deriva autoritaria e incluso la facilitaron.

Esto no se debe a fallas intrínsecas de la reforma constitucional, sino a que -como hemos aprendido recientemente- la mejor ley no basta si los intérpretes no están convencidos, si no hay juego limpio. La deriva autoritaria del gobierno no se profundizó por obra de la Constitución reformada. Mucho más importante fue la pulverización de los partidos políticos en 2001 y, luego, el boom económico de 2003, que le permitió al nuevo gobierno disponer de una generosa caja para financiar la concentración del poder en el presidente.

En el fondo, tanto en la evolución política argentina como en la valoración de Alfonsín hay una cuestión ideológica y cultural. Muchos argentinos creen que la institucionalidad republicana limita la voluntad popular, que es adecuadamente expresada por un presidente con mayoría de votos. Otros muchos argentinos son indiferentes a la cuestión de la institucionalidad republicana. No miden la acción del gobierno con la vara de la ley, y el hecho de que el poder está concentrado o repartido y equilibrado es un tema menor para ellos. Esto fue lo que mostró la votación de 2011, más allá de su excepcionalidad. Y es aquí donde hoy se advierte un cambio. Los Kirchner han ejercido una paradójica pedagogía republicana, pues a fuerza de violentarlos o ignorarlos instalaron en la agenda de cualquier futuro gobierno el restablecimiento de los controles del poder y del diálogo plural.

En este contexto, la figura de Raúl Alfonsín empieza hoy a cobrar otra dimensión. La recuperación republicana lleva a mirar la experiencia de 1983 para retomar aquel camino y salir de esta senda de concentración del poder en la que se ha metido la democracia argentina desde 1989. Nadie cree que esto sea suficiente, pero sí necesario: sólo con instituciones sólidas se puede reconstruir el país.

Si esto sucede, la figura de Alfonsín comenzará a ser valorada de otro modo y, en un futuro balance, su gobierno quizá sea considerado como algo más que una tregua, un descanso en la vieja y conocida Argentina autoritaria. Somos nosotros los que podemos retomar la senda que él abrió en 1983 y colocarlo nuevamente en el lugar de hito fundador de la democracia republicana. Ubicarlo allí es una tarea difícil. Pero es nuestra tarea.-

Por Luis Alberto Romero

FUENTE:
LANACIÓN.COM.AR